21 de diciembre de 2009
El Vocero
La crisis financiera global ha estado marcada por una escasa supervisión, una inexistente diligencia debida, una falta de fortaleza moral y una grave carencia de sentido común. En la actualidad, aproximadamente dos años después de la explosión de la burbuja inmobiliaria y el colapso de los mercados bursátiles, posiblemente lo único que quede por hacer es señalar con el dedo a los culpables.
“El tema de señalar a los culpables ha estado en la mente de muchas personas”, afirmaba el decano de Wharton, Thomas S. Robertson, al presentar el panel “Responsability and the Financial Crisis of 2008” (“Responsabilidad y la crisis financiera de 2008”). Todos los intentos para determinar quién o qué causó la crisis económica global suelen incluir una larga lista de sospechosos: la Reserva Federal, los reguladores gubernamentales, las agencias de calificación crediticia, la SEC (Securities and Exchange Commission), las entidades que concedieron créditos subprime y también los que los pidieron. Incluso las escuelas de empresa se han visto detrás del dedo acusador. “Independientemente de que tengan alguna responsabilidad o no, tenemos la obligación de responder a la siguiente cuestión: Y después de esto, ¿hacia dónde nos dirigimos?”.
Los profesores de Wharton y de la Universidad de Pensilvania que participaron en el panel no dudaron en repartir responsabilidades. Los posibles culpables identificados han incluido desde los desequilibrios globales de capital hasta las obsoletas estructuras reguladoras. Algunos echaban la culpa al sector privado y a la avaricia de Wall Street mientras otros sostenían que en realidad al gobierno no se le había responsabilizado por sus fallos. Tal vez lo único en lo que todos estaban de acuerdo era que no existían soluciones sencillas. La simplificación en exceso de problemas complejos es algo muy peligroso –advertían algunos-, y podría haber contribuido en sí misma a la crisis.
Según el profesor de Finanzas de Wharton Franklin Allen, no se han estudiado bien las causas reales de la crisis financiera, que en su opinión tiene su origen en una política monetaria demasiado flexible y en los desequilibrios globales de capital. “El sector público ha hecho un buen trabajo echando la culpa al sector privado”, afirmaba. “Así, existe por ejemplo mucho debate sobre la protección de los consumidores, pero no sobre la Reserva Federal… Apenas se habla de reformar el sistema financiero global”.
La causa inmediata de la crisis claramente fue la burbuja inmobiliaria, decía Allen. Desde 1890 a 1996 los precios reales de la vivienda crecieron un 27%, mientras que entre 1996 y 2009 aumentaron un 92%. “Casi el triple. Y ese es el problema”. La cuestión más importante es qué fue lo que causó la burbuja. En opinión de Allen, no se debe echar la culpa a las hipotecas subprime, ya que otros países sin este tipo de hipotecas también padecieron sus propias burbujas inmobiliarias. El problema más bien fue que la Reserva Federal mantuvo los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo y los desequilibrios en los flujos globales de capital permitieron a la gente pedir prestadas grandes cantidades a bajos tipos. “El arbitraje se convirtió en algo muy atractivo para pedir prestado dinero y adquirir casas”, decía Allen.
Para explicar los desequilibrios globales, Allen se remontaba a los Acuerdos Bretton Woods de 1944 y la crisis financiera asiática de 1997. Desde que Bretton Woods suavizó los conflictos financieros después de la Segunda Guerra Mundial, el sistema financiero mundial ha estado dominado por Estados Unidos y Europa. En consecuencia, cuando se desencadenó su crisis financiera en 1997, Asia tenía muy poca representación en el Fondo Monetario Internacional. Incapaces de conseguir los préstamos que necesitaban durante la crisis, posteriormente los países asiáticos acumularon 4 billones de dólares en ahorro en forma de divisas extranjeras, dinero que acabó invirtiéndose en deuda estadounidense y contribuyendo al desastre inmobiliario.
Estados Unidos ahora es el país que más dinero pide prestado al mundo, señalaba el profesor de Gestión de Wharton Mauro F. Guillén, que también considera los desequilibrios globales de capital como una de las causas de la crisis. Guillén sostenía que la crisis “debería verse en un contexto más amplio, teniendo en cuenta lo que está pasando en el mundo”. Por ejemplo, desde un punto de vista regulador, uno de los factores que contribuyeron a la crisis fue la dura competencia entre los mercados financieros de Londres y Nueva York para relajar sus regulaciones, algo que Guillén denomina “carrera hacia mínimos” en términos reguladores. Londres empezó a competir agresivamente en los 80 para que las firmas financieras volviesen a Inglaterra. Estados Unidos respondió suavizando su regulación financiera en los 90 y revocando en 1999 la Ley Glass-Steagall, una ley que databa de la era de la Gran Depresión y que prohibía a los bancos comerciales realizar actividades propias de la banca de inversión. Pero en Estados Unidos la flexibilización legislativa no incluía reforma alguna de su estructura reguladora, que seguía siendo un potpurrí de agencias heredadas de la Gran Depresión. El resultado fue la “fragmentación reguladora”, explicaba Guillén. “Ninguna agencia disfrutaba de una visión de 360 grados”.
El autoseleccionado grupo de Wall Street
Larry Zicklin, profesor de Ética Empresarial de la Escuela Stern de la Universidad de Nueva York y miembro senior de Wharton, adoptó un enfoque diferente de la crisis, echando la culpa a Wall Street y al sector privado a partes iguales. “En mi opinión, la avaricia se puso por encima de la diligencia debida”, decía Zicklin, el cual señalaba que los sistemas de incentivos acabaron fuera de control. “Wall Street es un grupo de autoseleccionados. ¿Quién va a Wall Street? La gente que quiere ser rica”. Mientras se pudo ganar dinero en el mercado inmobiliario se permitió el apalancamiento. Las casas se vendían a gente que no podía permitírselas; se suponía que los precios seguirían subiendo. “Lo importante era la remuneración; el riesgo ni se mencionaba”, comentaba Zicklin. “Las grandes firmas como Lehman se olvidaron de quiénes eran y qué tenían que hacer supuestamente”.
Tal vez la avaricia haya jugado un papel importante en la crisis, pero centrarse demasiado en las retribuciones de los “codiciosos ejecutivos” simplemente distrae la atención de los temas más serios, sostenía la profesora de Derecho y Ética Empresarial Diana C. Robertson. “¿Tenemos suficiente evidencia empírica como para sugerir que los paquetes retributivos de los ejecutivos condujeron a una adopción excesiva de riesgos, tal y como se suele sostener? ¿Seguiríamos teniendo una crisis financiera si los esquemas retributivos hubiesen sido diferentes? Es difícil saberlo. ¿No hubiese sido mejor centrarse en el propio riesgo, en el apalancamiento, en los modelos utilizados y en las responsabilidades? Si cambiamos los esquemas retributivos sin cambiar todo esto probablemente acabaríamos en otra crisis financiera.
En cuanto al debate sector público-sector privado, “la crisis financiera revela una curiosa asimetría de nuestras respuestas a Wall Street y al gobierno”, explicaba la profesora de Derecho y Ética Empresarial de Wharton Amy Sepinwall. “Ambos han fracasado estrepitosamente, pero en el caso de Wall Street, el fracaso se considera un fallo esperado, mientras en el caso del gobierno se considera una desastrosa decepción”.
Sepinwall sugería que los inversores individuales son tan responsables de la crisis como Wall Street. “El negocio de Wall Street consiste en exponerse a los riesgos, y Wall Street está en este negocio porque los inversores en general se lo han encomendado”, decía Sepinwall. “Los individuos prefieren gastar en lugar de consumir, y en consecuencia demandan esa especie de alquimia financiera que puede transformar tu casa en un cajero virtual, o tus modestos ahorros en un colchón fiscal que pueden proporcionarte una confortable y larga jubilación. Los gestores de fondos están dispuestos a hacerlo… El riesgo por tanto es el precio inevitable de nuestras preferencia por el placer frente al trabajo, por el consumo frente al ahorro”.
El profesor de Derecho y Ética Empresarial de Wharton David Zaring considera que la crisis es “un fallo de las instituciones. En un mundo global, cabría pensar que la respuesta también fuese global” ante una crisis, pero la mayoría de las redes financieras mundiales fallaron. Por ejemplo, el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, un foro global creado para mejorar la cooperación y la supervisión bancaria a nivel mundial, “no dijo literalmente nada en respuesta a la crisis financiera. Siempre que se ha visto alguna respuesta global, ésta procedía de los políticos”.
Tanto el sector público como el privado tienen su parte de culpa en la crisis, sugería William W. Bratton, profesor visitante en la Escuela de Derecho Penn de la Universidad de Georgetown. “No se trató de la impredecible tormenta perfecta”, decía Bratton. En su opinión, tanto el presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan como los bancos que concedieron préstamos arriesgados podían ver que se avecinaba la crisis. “En los años previos a la crisis, cada vez eran más los individuos inteligentes que, tanto del ámbito público como privado, observaban fijamente los riesgos sistemáticos. ¿Por qué no hubo nadie que mirase los mercados y conectase los puntos”?, preguntaba Bratton. “En parte fue debido a que en el centro de todo estaban los productos financieros, que supuestamente hacían al sistema más seguro, dispersando el riesgo en lugar de concentrarlo; y en parte fue debido a que no había nadie que dispusiese de toda la información para poder conectar los puntos. Y creo que también se debió a que los responsables estaban muy contentos de poder operar bajo una política económica que descansaba en la idea de que los mercados son mejores que el gobierno en el control de las empresas”.
Según el profesor de Gestión de Wharton Witold Henisz, estas ideas tan simplistas podrían haber contribuido por sí mismas a la crisis financiera. “La responsabilidad de la actual crisis y sus predecesoras reside en una doctrina política -o dogma- excesivamente simple. Aunque necesaria para conseguir los apoyos políticos para llevar a cabo las reformas necesarias para salir de la crisis, dicha doctrina siguió adelante en su carrera de auto-purificación de modo tal que plantó las semillas de su propia desaparición”.
Las respuestas políticas sencillas, como por ejemplo “los mercados funcionan”, o “los mercados necesitan ser controlados o regulados por el gobierno”, no tienen en cuenta la complejidad, contingencias e incertidumbre propias de la realidad. Al final, la arrogancia e ignorancia acaban estableciéndose a medida que los responsables de las políticas económicas, los académicos y los oyentes se van creyendo dichas respuestas. En pocas palabras, los responsables del diseño de las políticas económicas acaban creyéndose y tragándose su propia medicina”.
Es un hecho cada vez más aceptado que “algunos de los supuestos fundamentales empleados en nuestros modelos de mercado no representan con precisión las decisiones de los individuos”, decía Henisz. “Tal vez podamos ignorar el papel de la astucia, las tramas, la envidia, el hacinamiento, el miedo, la aversión al riesgo, la justicia, la reciprocidad o la justicia procesal; pero a la hora de pensar en la … crisis financiera, me atrevería a afirmar que estos comportamientos deben dejar de ser mencionados únicamente en los discursos electorales, en las semanas finales de clase o al final de la asignaturas para pasar a ocupar un lugar destacado tanto en temas de formación como de investigación”.
El profesor Guillén no podría estar más de acuerdo. No existen soluciones sencillas a la crisis ni un único chivo expiatorio. “Te estás engañando a ti mismo si piensas que puedes encontrar una solución para que esto no vuelva a suceder de nuevo. Tenemos que aprender a dirigir con incertidumbre”.
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